En mi viaje por Senegal durante el pasado verano pude comprobar que, ciertamente, sus principales ciudades estaban empapeladas con vistosos carteles en los que destacaba el lema “efecto llamada”. Se referían a la oportunidad de viajar a España para beneficiarse del ingreso mínimo vital y animaban a la población senegalesa a poner su vida en juego para alcanzar tan suculenta recompensa.
Si esta información que yo comparto aquí gentilmente a través de una columna miserable en un periódico de provincias apareciese, qué sé yo, en una canal de YouTube o en un post de una red social, estoy seguro de que inmediatamente, sin contrastarse, sería difundida, para fortalecer su oratoria, por hombres y mujeres de buen pensar como Feijóo, Garamendi, Orriols o Nogueras (a otros del más allá ni los cito). Son gentes entendidas que saben lo que dicen. Sobre todo cuando se refieren a trabajo y a emigración. Cuando uno no ha dado un palo al agua y ha disfrutado de una vida acomodada sabe perfectamente de lo que habla, no hay duda.
Pero, volviendo sobre Senegal, curiosamente no encontré allí carteles que sugiriesen el “efecto huida”. Tampoco en España. Unos huyen de la miseria y otros de la cultura del esfuerzo que al parecer solo retribuye debidamente a Carlos Alcaraz. Unos huyen del hambre y otros de jornadas laborales interminables y horas extra no computadas. Unos y otros muestran actitudes, con C, diferentes pero conciliables. Sólo es cuestión de combinar efectos.
Los arriba citados saben también de lo que hablo porque son efectistas, aunque miren para otro lado e inventen una realidad a su medida. Su efectismo, como dice la Academia, consiste en emplear procedimientos o recursos para impresionar fuertemente el ánimo, es decir, falsedad, miedo, recelo, racismo, desprecio y frivolidad. Su problema es que ignoran los efectos secundarios de sus discursos y de sus políticas, por lo general mucho más perniciosos y perdurables que la enfermedad de origen que ellos arrastran y contagian.